Los
cielos de curumo es el título de la más reciente novela de
Juan Carlos Chirinos. Esta inquietante historia inicia con un viaje en el sur
del país y culmina en el norte, en una Caracas donde la oscura sombra de los zamuros,
que ha escoltado la larga travesía de Osiris, se ensancha de manera pavorosa. Es
significativo que, además de la presencia de las aves carroñeras, Osiris
perciba un olor de avellana podrida. Esa pestilencia la acompaña a lo
largo de su estadía en el país y se funde con el paisaje donde los carroñeros
aguardan imperturbables hasta que la desesperanza aniquile el latido de los
corazones.
Una
de las tantas lecturas que ofrece la fina urdimbre de esta historia, es la
sempiterna danza de Eros y Thánatos, arcanos fundidos con la luz y la sombra
que encarnan la fuerza vital de la vida y la desmesura escalofriante de la
muerte. En Los cielos de curumo Eros bulle en la música de Totto y
Mauro, en el piano de Pau, en el arte, en el Ávila como un amante exultante
sobre la ciudad, en los sueños, la ilusión y los deseos. Mientras tanto,
Thánatos abre las esclusas de la montaña y sus aguas caudalosas inundan y ahogan
todo a su paso. Su potencia telúrica se transforma en vaguada que deja a su
paso un olor de avellanas descompuestas y un rastro de alas negras hendiendo el
cielo grisáceo de Caracas.
Osiris,
emisaria de insondables proyectos que viene del otro lado de la frontera con su
nombre de dios fragmentado e incompleto, se transfigura en metáfora del dolor
cuando seduce a Celestia (cielo azul resplandeciente) durante una noche lluviosa.
Allí una sombra irrumpe y se abalanza sobre ellas, sembrando el espanto. Al
tiempo que las mujeres huyen de la oscurana, el persistente olor de avellana
pútrida flota en el ambiente enrarecido y se fusiona con la silueta que surca
los cielos de Caracas. Su sombrío aleteo muestra al psicopompo, figura
tutelar que anuncia la muerte y la descomposición de la carroña.
Los
cielos de curumo dan cuenta de una ciudad ruinosa, sumida
en la anarquía y el miedo, una ciudad convulsa que sobrevive al borde de la
miseria y la burocracia de hombres y dioses atrapados en la pestilencia de avellanas
putrefactas. Este fruto, símbolo de la magia y la fertilidad, al estar corrompido
representa valores opuestos como la incontinencia, la lujuria, la
repulsión, y el (des)encantamiento. Cuatro aspectos siniestros que pueden desarticular
a cualquier sociedad, porque el símbolo une y el diábolo desune.
Desde
este enfoque simbólico vemos a Osiris, Paulina, Celestia, Iannis, y
Bárbara como mujeres hermosas y oníricas, arrastradas por fuerzas salvajes y
desconocidas que se apoderaron de ellas, quienes batallan para deslastrarse
del quebrantamiento que hunde sus vidas.
Juan
Carlos Chirinos nos ofrece una metáfora formidable de un país que se debate
entre las fuerzas que lo han desgarrado durante una larga noche lluviosa, la
negra noche del alma venezolana. Es hermoso el acercamiento magistral mediante las mujeres que van descorriendo velos para mostrar las heridas del cielo hendido, del Ávila, de la ciudad pestilente y miserable. Ellas son vasos
comunicantes con lo arcano y la palabra, rosa de los vientos que señala
otros amaneceres abriéndose paso en el insomnio, en los túneles donde hay
un dios secundario que las cuida.
Les Quintero
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